El día de los cazadores
…Pero Joe se pronunció en otro sentido. Dijo:
– Lo malo en vosotros, muchachos, es que sólo
tenéis guerras y carreras en la mente. Yo tengo curiosidad. ¿Sabéis qué haría
si tuviese una máquina del tiempo?
– Si yo tuviera una, retrocedería en el tiempo un par de millones de
años, o cinco, o cincuenta millones, y averiguaría qué les pasó a los
dinosaurios.
El tío borracho de la mesa vecina al que terminamos llamando
profesor levanta la vista de pronto y grita:
¡eh! Hace un par de
años construí una para mÍ y retrocedí hasta la Era Mesozoica y descubrí qué les
había ocurrido a los dinosaurios.
No sé cuántas veces me envió mi hija hacia el Pasado... (Unos pocos
minutos nada más, o unas horas), antes de que diera el gran salto. No me
importaban los dinosaurios; sólo quería ver cuán lejos me llevaba la máquina.
Los dinosaurios habían emprendido ya la extinción..., todos excepto los
pequeños, con los cinturones de metal y las armas.
Joe tenía la voz de un loco.
– ¿Que dinosaurios pequeños? ¿Y con qué cinturones
de metal? ¿Y con qué armas?
El profesor dijo: – Eran
unos reptiles pequeños, de unos ciento veinte centímetros de altura. Se
sostenían sobre las patas traseras, con una gruesa cola detrás, y tenían unos
antebracitos con dedos. Llevaban en la cintura anchos cintos metálicos, de los
que colgaban las armas... Pero no eran armas que disparasen balas; eran
proyectores de energía.
Aquellos pequeños reptiles tenían unos cerebros menudos,
quizá la cuarta parte de los nuestros, o quizá menos todavía; pero los usaban
del todo, hasta el último trocito. Puede que sus huesos no lo demuestren, pero
eran inteligentes; inteligentes como los seres humanos. Y eran los dueños de la
Tierra.
Joe emitió un
sonido gutural.
– Bueno, ¿y qué fue de los dinosaurios?
– Ah, ¿no lo entienden? Yo creía que quedaba sobradamente
claro... Fueron aquellos pequeños lagartos inteligentes los que se encargaron
de la limpieza. Eran cazadores... por instinto y por vocación. Era la pasión de
su vida. No cazaban en busca de alimento, sino de diversión.
– ¿Y barrieron a todos los dinosaurios de la Tierra?
– Al menos a todos los que vivieron por aquella época, a
todas las especies contemporáneas suyas. ¿No lo creen posible? ¿Cuánto tiempo
tardamos nosotros en barrer los rebaños de bisontes, que constaban de
centenares de millones de cabezas? ¿Qué fue del dodo, en pocos años? Supongan
que nos dedicásemos a la tarea con verdadero empeño. ¿Cuánto durarían los
leones, y los tigres, y las jirafas? ¡Por la época en que yo vi aquellos
lagartos ya no quedaba ninguna pieza de caza mayor..., ningún reptil que
sobrepasara los cuatro metros y medio! Todos habían desaparecido. Aquellos
diablillos se entretenían ya cazando a los pequeños y escurridizos, y
seguramente en lo más íntimo de sus corazones lloraban de añoranza de los
viejos y hermosos tiempos.
Y entonces Joe se inclinó sobre la mesa, posó la mano, con gesto
desenvuelto, en el hombro del profesor, y lo sacudió suavemente.
– Eh, profesor -dijo-, en ese caso, ¿qué les
ocurrió a los lagartos pequeños, los que iban armados? ¿Eh? ¿Volvió usted allá
alguna vez para averiguarlo?
El profesor levantó la vista con una expresión en
los ojos, como si se hubiera extraviado.
– ¿Todavía no lo ven? Ya empezaba a ocurrirles entonces. Lo
vi en sus ojos. Se estaban quedando sin caza mayor..., sin diversión. Por
consiguiente, ¿qué esperaría que hiciesen? Se dedicaron a otra caza..., la
mayor y más peligrosa de todas... y se divirtieron de veras. Y siguieron la
cacería hasta exterminar la especie.
– ¿Qué caza? -preguntó Ray. Él no lo entendía;
en cambio Joe y yo si lo comprendimos.
– Ellos mismos -respondió el profesor con voz
fuerte-. Agotados los otros, se lanzaron contra ellos mismos hasta que no quedó
ninguno.
– ¡Pobres lagartos estúpidos! -exclamó Joe.
– ¡Si -dijo Ray-, pobres lagartos dementes!
– ¡Malditos locos! -gritó-. ¿Cómo se quedan sentados ahí
lloriqueando por unos reptiles que se extinguieron hace cien millones de años?
Aquella fue la primera inteligencia que apareció sobre la Tierra, y terminó de
este modo. Eso ya pasó. Pero nosotros somos la segunda inteligencia... ¿y cómo
diablos creen que vamos a terminar nosotros?
El profesor empujó la silla y se encaminó hacia la puerta.
Pero de pronto se plantó un momento allí, antes de salir definitivamente, y
gritó:
– ¡Pobre y tonta humanidad! ¡Lloren por eso!
Fragmento de ¨Los cazadores" de Isaac Asimov