lunes, 23 de mayo de 2016

El día de los cazadores
…Pero Joe se pronunció en otro sentido. Dijo: 

– Lo malo en vosotros, muchachos, es que sólo tenéis guerras y carreras en la mente. Yo tengo curiosidad. ¿Sabéis qué haría si tuviese una máquina del tiempo? 
– Si yo tuviera una, retrocedería en el tiempo un par de millones de años, o cinco, o cincuenta millones, y averiguaría qué les pasó a los dinosaurios. 

El tío borracho de la mesa vecina al que terminamos llamando profesor levanta la vista de pronto y grita:

¡eh!  Hace un par de años construí una para mÍ y retrocedí hasta la Era Mesozoica y descubrí qué les había ocurrido a los dinosaurios.  No sé cuántas veces me envió mi hija hacia el Pasado... (Unos pocos minutos nada más, o unas horas), antes de que diera el gran salto. No me importaban los dinosaurios; sólo quería ver cuán lejos me llevaba la máquina. Los dinosaurios habían emprendido ya la extinción..., todos excepto los pequeños, con los cinturones de metal y las armas. 

Joe tenía la voz de un loco. 

– ¿Que dinosaurios pequeños? ¿Y con qué cinturones de metal? ¿Y con qué armas? 
El profesor dijo: – Eran unos reptiles pequeños, de unos ciento veinte centímetros de altura. Se sostenían sobre las patas traseras, con una gruesa cola detrás, y tenían unos antebracitos con dedos. Llevaban en la cintura anchos cintos metálicos, de los que colgaban las armas... Pero no eran armas que disparasen balas; eran proyectores de energía.
Aquellos pequeños reptiles tenían unos cerebros menudos, quizá la cuarta parte de los nuestros, o quizá menos todavía; pero los usaban del todo, hasta el último trocito. Puede que sus huesos no lo demuestren, pero eran inteligentes; inteligentes como los seres humanos. Y eran los dueños de la Tierra. 
Joe emitió un sonido gutural.
– Bueno, ¿y qué fue de los dinosaurios? 
– Ah, ¿no lo entienden? Yo creía que quedaba sobradamente claro... Fueron aquellos pequeños lagartos inteligentes los que se encargaron de la limpieza. Eran cazadores... por instinto y por vocación. Era la pasión de su vida. No cazaban en busca de alimento, sino de diversión. 
– ¿Y barrieron a todos los dinosaurios de la Tierra? 

– Al menos a todos los que vivieron por aquella época, a todas las especies contemporáneas suyas. ¿No lo creen posible? ¿Cuánto tiempo tardamos nosotros en barrer los rebaños de bisontes, que constaban de centenares de millones de cabezas? ¿Qué fue del dodo, en pocos años? Supongan que nos dedicásemos a la tarea con verdadero empeño. ¿Cuánto durarían los leones, y los tigres, y las jirafas? ¡Por la época en que yo vi aquellos lagartos ya no quedaba ninguna pieza de caza mayor..., ningún reptil que sobrepasara los cuatro metros y medio! Todos habían desaparecido. Aquellos diablillos se entretenían ya cazando a los pequeños y escurridizos, y seguramente en lo más íntimo de sus corazones lloraban de añoranza de los viejos y hermosos tiempos. 
Y entonces Joe se inclinó sobre la mesa, posó la mano, con gesto desenvuelto, en el hombro del profesor, y lo sacudió suavemente. 

– Eh, profesor -dijo-, en ese caso, ¿qué les ocurrió a los lagartos pequeños, los que iban armados? ¿Eh? ¿Volvió usted allá alguna vez para averiguarlo? 

El profesor levantó la vista con una expresión en los ojos, como si se hubiera extraviado. 

– ¿Todavía no lo ven? Ya empezaba a ocurrirles entonces. Lo vi en sus ojos. Se estaban quedando sin caza mayor..., sin diversión. Por consiguiente, ¿qué esperaría que hiciesen? Se dedicaron a otra caza..., la mayor y más peligrosa de todas... y se divirtieron de veras. Y siguieron la cacería hasta exterminar la especie. 
                         
– ¿Qué caza? -preguntó Ray. Él no lo entendía; en cambio Joe y yo si lo comprendimos. 


– Ellos mismos -respondió el profesor con voz fuerte-. Agotados los otros, se lanzaron contra ellos mismos hasta que no quedó ninguno. 
– ¡Pobres lagartos estúpidos! -exclamó Joe. 

– ¡Si -dijo Ray-, pobres lagartos dementes! 

– ¡Malditos locos! -gritó-. ¿Cómo se quedan sentados ahí lloriqueando por unos reptiles que se extinguieron hace cien millones de años? Aquella fue la primera inteligencia que apareció sobre la Tierra, y terminó de este modo. Eso ya pasó. Pero nosotros somos la segunda inteligencia... ¿y cómo diablos creen que vamos a terminar nosotros? 
El profesor empujó la silla y se encaminó hacia la puerta. Pero de pronto se plantó un momento allí, antes de salir definitivamente, y gritó: 

– ¡Pobre y tonta humanidad! ¡Lloren por eso! 

Fragmento de ¨Los cazadores" de Isaac Asimov 

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